Una de las conclusiones que muchos analistas han extraído de esta exitosa serie surcoreana, es que pone de relieve cómo el sistema capitalista parece explotar las peores pulsiones humanas, entre ellas, la del juego. Pulsión que la propia serie se encarga de llevar hasta el extremo, pues en El juego del calamar si ganas, serás millonario, pero si pierdes, perderás la vida.
Establecido que el capitalismo estaría en el trasfondo de los problemas e injusticias sociales, la siguiente derivada consiste en apuntar al neoliberalismo como ideología perpetuadora de un sistema basado en la explotación ajena, donde los pocos explotan a los muchos, empujando a los más desafortunados a situaciones límite, como tener que apostar su vida en un juego.
Lo primero que cabría decir es que el capitalismo en sí no es moral o inmoral. Es un sistema económico que, guste o no y a pesar de sus externalidades negativas, no sólo ha demostrado ser el más eficiente generando riqueza y bienestar sino también que es el más coherente con las aspiraciones humanas.
Lo que los espectadores occidentales deberíamos extraer de “el Juego del Calamar” no es una crítica a un neoliberalismo mitológico, del que corea del sur y también nuestros países están bastante más que lejos, sino que sean cuales sean las condiciones estructurales, en última instancia es la creatividad, la madurez y la fuerza de carácter lo que puede evitar que nos convertirnos en parias.
Habrá quien afirme que esto no es así, que el capitalismo implica en sí un sesgo moral, porque supedita el éxito a determinadas cualidades. Pero esto sería como afirmar que la biología tiene un sesgo moral, porque no nos hace iguales, sino que nos concibe diferentes y, al repartir aptitudes de forma desigual, promueve la injusticia.
Pero esta discusión nos lleva a un callejón sin salida, puesto que el anticapitalismo, al contrario que el capitalismo, sí obedece a una determinada moral. Para el anticapitalista no hay opción a dilucidar qué sistema es más eficiente o menos eficiente: simplemente lo que no promueva la igualdad es, por definición, injusto. Pues lo justo no consiste en dar a cada cual lo que merece, sino que todos tengan lo mismo.
Una vez identificado el capitalismo como un sistema esencialmente injusto y, por lo tanto, inmoral, la cuestión es averiguar qué nos impide removerlo para implantar otro sistema más “justo”. Es aquí donde aparece el neoliberalismo, al que no sólo se le considera culpable de la vigencia del capitalismo, también se le acusa de ser particularmente perverso, pues consigue que los sujetos, en lugar de desarrollar una conciencia colectiva frente a la injusticia, se autoexploten y, si fracasan, se culpabilicen a sí mismos.
El neoliberalismo es una teoría política y económica que tiende a reducir al mínimo la intervención del Estado. Sus detractores, de izquierda y derecha, utilizan esta característica para añadir en el deber del neoliberalismo la exacerbación del individualismo y el egoísmo que asuelan nuestras sociedades. Esta cualidad sería, por añadidura, la responsable de que los sujetos, libres de la injerencia del Estado, se exploten a sí mismos y desarrollen un fuerte complejo de culpa ante el fracaso.
Llegados aquí, es significativo que la serie sea una manufactura surcoreana porque, a pesar de que las deudas y el dinero parezcan ser sus elementos clave, nos muestra aspectos particulares de la sociedad surcoreana que poco tienen que ver con el neoliberalismo, pero eso lo trataremos al final. Vayamos primero a los personajes y lo que de verdad expresan.
El protagonista, Seong Gi-hun, es un hombre de mediana edad que años atrás fue despedido de una gran empresa, algo que en Corea del Sur supone un grave desprestigio, porque allí el trabajo determina la posición social bastante más que en otros países. Seong Gi-hun pertenecería al grupo social que más padeció los rigores de la crisis financiera asiática de finales de los años 90 y que, además, se vio en general abocado al desempleo de larga duración: los varones de cuarenta años.
Kang Sae-Byak es una desertora que escapó con su hermano de Corea del Norte en busca de una vida mejor para descubrir que Corea del Sur tampoco es el paraíso, y que decide regresar con su familia, pero una agencia de reunificación le estafa su dinero.
Ji-yeong, la joven surcoreana que ha matado a su padre por abusar de ella sexualmente, encarna a las nuevas generaciones, más concienciadas respecto a cierto tipo de busos y que miran a Corea del Norte de manera más condescendiente que sus padres.
Jang Deok-su, el matón, es el clásico mafioso que en Corea se conoce con el término ‘Kkangpae’, que significa gánster. Y tiene problemas con una banda filipina.
Desde la perspectiva crítica al neoliberalismo, todos los personajes serían víctimas del sistema, también el mafioso porque es el resultado de las condiciones estructurales que imperan en la sociedad capitalista. Esto conlleva entender a los protagonistas como hipérboles, seres cincelados por las circunstancias, el sufrimiento y la injusticia que demandan nuestra compasión.
Sin embargo, Seong Gi-hun, el protagonista, no sólo es víctima, también es victimario, un ser infantilizado, irresponsable, un apostador impenitente que abusa de la capacidad de sufrimiento de su abnegada y enferma madre. Por su parte, Kang Sae-Byak, la desertora, se muestra amargada porque ha descubierto que los paraísos no existen —¡oh, sorpresa! — y, además, como les sucede a diario a miles y miles de personas, algún espabilado la ha estafado. En cuanto al mafioso, en algún momento decidió que le salía más a cuenta vivir al margen de la legalidad, con todo lo que eso conlleva. Si acaso, Ji-yeong es la más perjudicada, pues no es poca cosa sufrir abusos sexuales por parte de tu propio padre… pero ella misma hizo justicia asesinándolo.
En realidad, el leitmotiv de “El juego del calamar” no es la crítica al capitalismo ni al neoliberalismo, aunque los usa como utillaje, sino a la propia vida, que suele ser dura y en ocasiones pavorosa, y también a la condición humana. El cine oriental tiene una larga tradición de narraciones sobre la dureza de la vida y la condición humana que trasciende los sistemas económicos y el juego del calamar se incardina en esta tradición. De hecho, podía perfectamente estar ambientada en la Edad Media y contar lo mismo.
Respecto a las singularidades surcoreanas, que nada tienen que ver con el neoliberalismo y que influyen fuertemente en esa sociedad, serían principalmente dos: la extraordinaria importancia que tiene la familia en la cultura asiática y, por tanto, en la sociedad surcoreana, y el Suneung, examen de acceso a la universidad que es conocido a nivel mundial por ser el más complicado y exigente del mundo.
La relevancia de la familia es lo que lleva a Seong Gi-hun a aprovecharse de su madre y a ésta, a su vez, soportar lo insoportable e incluso sacrificar su salud por un hijo que, lejos de ser un crío desvalido, ha superado la cincuentena. También es la familia, en este caso su ausencia, lo que provoca que los individuos que se fugan de Corea del Norte tengan enormes dificultades para arraigarse en Corea del Sur. Esto es lo que lleva a Kang Sae-Byak, la desertora, a replantearse el regreso al infierno norcoreano: rencontrarse con los suyos. Y de nuevo es la familia la que marca tanto a Ji-yeong como Jang Deok-su; la primera, por los abusos que sufre dentro de ésta, y el segundo porque, a lo que parece, careció de ella.
Que sepamos, la institución de la familia y su enorme relevancia en Corea del Sur no es una invención neoliberal, como tampoco lo es el Suneung, que es la prueba estandarizada de acceso a la universidad dependiente del Ministerio de Educación. Un examen que marcará el futuro de los jóvenes surcoreanos, determinando el estatus social en el que se moverán durante el resto de sus días.
La combinación de la familia, como institución que vela por los suyos hasta la extenuación y el endeudamiento superlativo, y el sistema de selección meritocrático institucional, cuya máxima expresión es el Suneung, tiene graves efectos sobre la sociedad surcoreana, pues la angustia de las familias por el futuro de sus hijos, que al final se juega a una sola carta, se traduce en una presión extraordinaria a lo largo de los años que en no pocas ocasiones acabará en la quiebra emocional, la búsqueda de válvulas de escape o incluso el suicidio. Al fin y al cabo, de los 600,000 jóvenes que cada año desembocan en la prueba final del Suneung, sólo el tres por ciento podrá cumplir con las expectativas. No hay sitio para más. A partir de ahí la vida entra en una vía o en otra, sin posibilidad de enmienda. Así que “El juego del calamar” se inspiraría bastante más en esa presión selectiva tecnocrática, que al final consiste en apostar la vida a una carta, que en el capitalismo propiamente dicho.
En realidad, no hay nada más ajeno a la tradición liberal que este tipo de selección impuesta y tutelada por el Estado, donde un puñado de burócratas tienen la potestad de decidir cómo será tu vida con un solo examen, por más que éste se prolongue durante ocho horas o se prepare a lo largo de 12 años.
No están tan lejos los tiempos en los que un simple empleado podía llegar a ser presidente de los Estados Unidos, y además ser un buen presidente, desde luego bastante mejor que los muy acreditados académicamente presidentes actuales. Tampoco están muy atrás los días en los que una persona con talento, pero sin ninguna titulación universitaria podía crear Apple, Zara, Ikea, Microsoft, Panasonic, Honda y otras muchas empresas exitosas. Diría, pues, que el problema de Corea del Sur consiste en ser más una sociedad tecnocrática dirigida que capitalista. De hecho, allí las grandes corporaciones, como Samsung, Hyundai o LG parecen más una suerte de instituciones inseparables del Estado, que todos veneran, que empresas.
Tal vez, lo que los espectadores occidentales deberíamos extraer de “El juego del calamar” no es una crítica a un neoliberalismo mitológico, del que Corea del Sur y también nuestros países están bastante más que lejos, sino que sean cuales sean las condiciones estructurales, en última instancia es la creatividad, la madurez y la fuerza de carácter lo que puede evitar que nos convertirnos en parias…. siempre y cuando no consintamos que nuestras sociedades dejen de ser libres.
*Javier Benegas – Disidentia.com
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Redacción Anwo.life