Historia
Tratados de Bucareli: El mito que culpó a Estados Unidos de nuestra mediocridad
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ANWO
El mito que se niega a morir
Hay mitos que desaparecen con el tiempo, cuando la realidad los desmiente. Pero hay otros que se aferran como una garrapata a la conciencia colectiva. El de los “Tratados de Bucareli” es de los segundos. Lleva un siglo circulando, mutando, adaptándose a los nuevos medios, a los nuevos discursos, y lo más grave: justificando nuestra propia mediocridad.
La versión es más o menos conocida: en 1923, el gobierno mexicano firmó un tratado secreto con Estados Unidos en el que se comprometía a no desarrollar tecnología propia, a cambio de que Washington lo reconociera diplomáticamente. Esa prohibición, según el mito, se mantuvo en vigor durante 100 años, hasta 2023. Desde entonces —dicen— México al fin es libre de convertirse en potencia… si quiere.
La historia es perfecta: tiene traición, conspiración, potencia extranjera, sometimiento, y una redención futura. Es una fábula de ciencia ficción con toques de melodrama nacionalista. Y como toda buena mentira, está construida sobre una base de verdades a medias, documentos inexistentes y muchas ganas de culpar a alguien más.
Y no importa cuántas veces se desmienta. No importa que no exista tal tratado, ni que nunca se haya probado su existencia en ningún archivo mexicano ni estadounidense. El mito sobrevive. Porque conviene. Porque explica el fracaso sin que nadie tenga que asumir la culpa.
En tiempos donde la historia se resume en TikToks y se repite en videos virales sin fuentes, los “Tratados de Bucareli” gozan de excelente salud. Se les cita como si fueran documento histórico, se les vincula con el rezago científico nacional, e incluso se les culpa del subdesarrollo mental del país, como si México hubiera sido una potencia en potencia, abortada por orden de Washington.
No fue así. Pero para muchos, es más cómodo creerlo.
Qué dice el mito de los Tratados de Bucareli
El mito es claro, detallado y bien armado. Como toda buena historia que se niega a morir, ha sido perfeccionada con el tiempo para sonar verosímil. Según esta versión, en 1923 el presidente Álvaro Obregón, desesperado por el reconocimiento de Estados Unidos tras la Revolución, entregó el futuro de México en una mesa de negociaciones en la calle de Bucareli, Ciudad de México.
La “entrega” no fue simbólica, según los creyentes: fue literal y firmada.
En este supuesto tratado secreto —que nadie ha visto, pero todos citan— México se comprometió a no desarrollar tecnología de ningún tipo. Nada de armamento, nada de industria pesada, nada de aeronáutica, nada de innovación científica. Seríamos, por decreto extranjero, una nación condenada al subdesarrollo técnico e intelectual, subordinada a los avances del Norte.
El mito incluye una cláusula aún más cinematográfica: el acuerdo tendría vigencia de 100 años. De 1923 a 2023. Y justo ahora, al cumplirse ese siglo maldito, México estaría finalmente libre para despegar, iniciar su era de oro y convertirse en la potencia que “pudo haber sido” si no lo hubieran encadenado.
¿Pruebas? Ninguna.
¿Documentos firmados? Tampoco.
¿Referencias académicas, archivos diplomáticos, copias del supuesto tratado? Cero.
Pero en redes sociales se repite con tal convicción que parece verdad revelada. Y como no hay mejor testimonio que un video de TikTok con música épica de fondo, el mito se ha convertido en una verdad incuestionable para millones.
La historia es redonda: el culpable es claro (Estados Unidos), el traidor tiene nombre (Obregón), el motivo es obvio (intereses imperiales), y la explicación al rezago mexicano se sirve en bandeja. No hay que mirar hacia dentro. No hay que incomodarse con preguntas sobre corrupción, abandono educativo o desmantelamiento institucional. Basta con decir “nos prohibieron crecer” y dormir tranquilo.
Lo irónico es que el mito no sólo distorsiona el pasado: también justifica el presente. Cada obra del gobierno, cada tren, cada satélite, cada intento de industrialización reciente es interpretado como una señal de que “por fin somos libres”.
Libre de qué, no se sabe.
Pero suena bien.
La supuesta vigencia: ¿100 años de oscuridad tecnológica?
Todo buen mito necesita una fecha simbólica, una especie de “apocalipsis” o “liberación” que marque el fin de la tragedia. El de los Tratados de Bucareli no es la excepción.
Según la narrativa conspirativa, el acuerdo firmado por Obregón no solo fue secreto y humillante, sino también temporizado con precisión quirúrgica: tendría una vigencia de 100 años exactos, de 1923 a 2023. Un siglo completo de obediencia tecnológica y sumisión industrial. Y después… la libertad.
La versión más difundida asegura que al cumplirse ese siglo, México sería legal y mágicamente liberado de las cadenas que le impedían fabricar aviones, diseñar armas, lanzar satélites o inventar cosas por sí mismo. Una especie de “cláusula de Cenicienta”, pero al revés: después de 100 años de zapato roto, ahora sí vendrían los cohetes, los drones, los cerebros de regreso y el milagro industrial.
Lo sorprendente no es que esta fantasía exista, sino que haya sido tomada en serio por tantos. En 2023, abundaron los videos que aseguraban que ahora sí México podía convertirse en potencia. Algunos incluso afirmaban que por eso el gobierno estaba construyendo trenes, fábricas, refinerías, bancos y hasta cohetes: porque “ya se acabó el tratado”.
Y como suele pasar con los mitos, nadie pregunta por el papel firmado, ni por el artículo, ni por el archivo, ni siquiera por una simple copia filtrada. Solo basta con repetirlo muchas veces y compartirlo con suficiente música épica de fondo para que parezca verdad. La historia suena lógica para quien desconoce la historia, y resulta incluso emocionante: un pueblo oprimido que, por fin, puede levantarse.
La realidad, como siempre, es menos glamorosa.
En 2023 no venció ningún tratado porque nunca existió.
No se liberó ninguna patente, no se desclasificó ningún documento, no se destrabó ningún motor oculto. México siguió igual que en 2022. La única diferencia fue que el mito se viralizó aún más.
¿Por qué se cree este mito?
El mito de los Tratados de Bucareli persiste porque ofrece algo que en México es casi un producto de consumo masivo: una explicación rápida, simple y emocional a problemas complejos. Es mucho más fácil creer que “nos prohibieron crecer” que aceptar que fuimos nosotros mismos —con gobiernos corruptos, instituciones débiles y empresarios conformistas— los que nos detuvimos.
Razón 1: el mito nos hace víctimas, no culpables.
Decir que Estados Unidos nos condenó al atraso tecnológico nos exonera como país. Nos permite mirar el pasado con una mezcla de indignación y orgullo herido: “No somos mediocres, nos hicieron mediocres”. Es la narrativa perfecta para evitar la autocrítica.
Razón 2: el mito suena lógico para quien desconoce la historia.
México sí vivió un rezago tecnológico durante gran parte del siglo XX, y eso hace que la teoría encaje como pieza en un rompecabezas. Nadie se pregunta si ese retraso se debió más a corrupción, burocracia, fuga de cerebros o falta de inversión, porque el mito ya ofrece una respuesta lista para consumir.
Razón 3: el mito es emocionalmente satisfactorio.
Nos da un enemigo claro: Estados Unidos. Es mucho más fácil culpar al imperio del norte que aceptar que nuestros propios líderes vendieron empresas estratégicas, cancelaron proyectos científicos y apostaron por un modelo económico basado en maquilar para otros.
Razón 4: el mito se viraliza porque suena épico.
Las redes sociales han convertido esta historia en una “verdad” con producción audiovisual: música dramática, imágenes de fábricas abandonadas y frases como “El tratado ya terminó… y ahora México renacerá”. No importa que no haya pruebas; importa que se escuche como una épica nacional.
Razón 5: el mito es cómodo.
A nadie le gusta aceptar que los países no se desarrollan por decreto ni por magia, sino por políticas de Estado, inversión a largo plazo, educación de calidad y cultura científica. Es más cómodo creer en una teoría conspirativa que admitir que la mediocridad nacional se debe a decisiones internas.
¿Qué sí ocurrió en Bucareli? Las verdaderas negociaciones de Obregón
Ahora que ya desmontamos el mito, toca mirar los hechos. Porque sí: en Bucareli ocurrió algo. No fue un tratado secreto ni una cláusula de sumisión tecnológica, pero sí se tomaron decisiones que marcaron el rumbo del país. Solo que, como suele pasar, la traición no vino del extranjero… sino desde dentro.
Contexto: Obregón necesitaba legitimidad
Corría 1923. México salía de una década de revolución, asesinatos, luchas entre caudillos, y una Constitución (la de 1917) que había puesto nerviosos a los inversionistas extranjeros, especialmente por su famoso Artículo 27, que declaraba que el subsuelo —y por tanto el petróleo— pertenecía a la nación.
Estados Unidos, pragmático como siempre, no quería reconocer oficialmente al gobierno de Obregón hasta tener garantía de que sus intereses económicos estarían a salvo. ¿Cuáles intereses? Principalmente los de las empresas petroleras estadounidenses y británicas, que habían operado sin restricciones bajo Porfirio Díaz.
Las reuniones en Bucareli: nada secreto, pero sí vergonzoso
En lugar de resistir, Obregón negoció. En 1923 se realizaron conversaciones entre representantes mexicanos y estadounidenses en la calle Bucareli en la Ciudad de México. No hubo un “Tratado de Bucareli” formalmente firmado ni ratificado por el Congreso. Lo que hubo fue un acuerdo oficioso, un intercambio político disfrazado de diplomacia.
¿El contenido real?
México se comprometía a no aplicar retroactivamente el artículo 27 constitucional.
Es decir, las empresas extranjeras conservarían sus concesiones petroleras intactas, como si la Constitución no existiera.
A cambio, Estados Unidos reconocería al gobierno de Obregón como legítimo y comenzaría relaciones diplomáticas normales.
¿Dónde quedó la tecnología? En ninguna parte.
En ningún documento de esas conversaciones aparece la palabra “tecnología”, ni se menciona restricción alguna al desarrollo científico, educativo o industrial de México. La preocupación era clara: el petróleo.
Las únicas prohibiciones fueron de tipo político y económico, y las impuso México a sí mismo, al ceder frente a la presión diplomática y empresarial de Washington.
Lo trágico no fue un tratado fantasma.
Lo trágico fue que México, desde entonces, aprendió a negociar el interés nacional a cambio de legitimidad política personal. Bucareli no fue el inicio de un bloqueo tecnológico. Fue una muestra temprana del entreguismo que seguiría repitiéndose durante el siglo XX.
México sí desarrolló tecnología: lo que vino después
Si el mito fuera cierto, México habría pasado cien años en la oscuridad técnica, condenado a importar todo lo que tuviera un tornillo o un chip. Pero no fue así. La historia real, aunque menos dramática, es mucho más interesante: México sí desarrolló tecnología, y en algunos casos con resultados sorprendentes.
Lo que ocurrió después no fue prohibición, sino abandono.
Industria aeronáutica nacional
En los años 40 y 50, el país diseñó y fabricó sus propios aviones militares, como el TNCA Azcárate o el Tonatiuh, en talleres nacionales bajo control del Estado. En plena posguerra, se entrenaban ingenieros mexicanos en diseño de aeronaves, y se soñaba con una industria propia.
¿Un país supuestamente prohibido de hacer tecnología militar? Ahí está el primer hueco en el mito.
Satélites mexicanos
En los 80, México lanzó los satélites Morelos I y II, diseñados con apoyo internacional pero operados por personal nacional. Se creó una infraestructura propia de telecomunicaciones espaciales, con estaciones de control y enlaces de datos. Un paso histórico en soberanía tecnológica que no pudo haber ocurrido si existiera alguna restricción “legal” firmada medio siglo antes.
Centro Nuclear de Salazar y Triga Mark III
México construyó un reactor nuclear de investigación, operado por la UNAM y la Comisión Federal de Electricidad, desde los años 60. Se entrenaron científicos, se hicieron experimentos, y se consolidó un sector nuclear pacífico con recursos nacionales.
CINVESTAV, IPN y UNAM: semilleros de innovación
Los años 60 a 80 fueron una época dorada para la ciencia pública. Se fundaron institutos como el CINVESTAV, y universidades como el IPN y la UNAM alcanzaron niveles internacionales en áreas como:
- Medicina
- Energía
- Ingeniería mecánica y eléctrica
- Diseño de software y sistemas embebidos
Se desarrollaron patentes, prototipos, tecnología médica, farmacéutica y electrónica. Algunas incluso se exportaron o fueron aplicadas en programas de salud.
Industria farmacéutica nacional
Laboratorios mexicanos como Syntex, Psicofarma, Pisa o Rimsa desarrollaron fórmulas, genéricos y procesos propios. Durante décadas, México produjo más del 60% de sus medicamentos, sin depender de transnacionales.
Lo que estos casos demuestran es simple: no hubo un bloqueo legal ni una prohibición externa.
Hubo talento, capacidad, inversión pública e incluso visión de futuro.
México sí pudo… hasta que dejó de poder, pero no porque alguien se lo impidiera, sino porque alguien decidió dejar de invertir.
¿Entonces por qué se frenó el desarrollo tecnológico?
Sí, México sí desarrolló tecnología, sí formó científicos, sí construyó satélites, aviones y reactores… la pregunta inevitable es:
- ¿qué carajos pasó?
- ¿Por qué nos estancamos?
- ¿Por qué pasamos de tener centros nucleares a importar licuadoras?
La respuesta es tan obvia como dolorosa: porque así lo decidieron nuestros propios gobiernos, elites y modelos económicos. No fue una orden de Estados Unidos. Fue un pacto interno de mediocridad y rendición.
El modelo neoliberal lo barrió todo
A partir de los años 80, México entró de lleno en la fiebre del “Estado mínimo”. Se dejó de ver a la ciencia como inversión y se empezó a tratar como gasto. Se cerraron fábricas, se desmantelaron laboratorios y se redujo el presupuesto a universidades e institutos tecnológicos. El país dejó de apostar por el conocimiento y se convirtió en una maquila gigante con título universitario.
Privatización: la amputación industrial
Durante las décadas de los 80 y 90, empresas estatales con capacidad tecnológica fueron vendidas al mejor postor. Teléfonos de México, Ferrocarriles Nacionales, Altos Hornos, Mexicana de Aviación… todas ellas contenían divisiones de innovación. Al privatizarlas, el país perdió no sólo patrimonio, sino centros de desarrollo y miles de ingenieros formados.
El GATT y el TLCAN: bienvenida dependencia
La entrada al GATT (1986) y al TLCAN (1994) supuso abrir las puertas a productos extranjeros sin condiciones. Pero en lugar de competir, México abandonó su capacidad productiva y se volvió ensamblador.
¿Por qué invertir en desarrollar tecnología propia si puedes traer piezas de China y sólo atornillarlas?
Fuga de cerebros
La ciencia mexicana no murió: la expulsamos. Miles de investigadores y técnicos formados con dinero público se fueron a trabajar a laboratorios en Estados Unidos, Canadá, Europa y Asia. ¿La razón? Sueldos miserables, infraestructura obsoleta y un país sin visión.
Corrupción y simulación
Muchas veces se anunciaron “centros de innovación”, “clústers tecnológicos” o “parques científicos” que no eran más que edificios vacíos con cinta para cortar. Los recursos se desviaron, se licitaron entre amigos o se usaron como pretextos para justificar gastos inútiles.
México no sólo dejó de invertir en tecnología: empezó a fingir que lo hacía.
En resumen:
- No nos prohibieron desarrollarnos… nos dejamos atrofiar.
- No fuimos víctimas de un tratado, sino de una decisión colectiva de empobrecimiento estratégico.
Y lo más grave: muchas de esas decisiones se siguen tomando hoy.
¿Y qué pasó en 2023 cuando “expiró el tratado”?
Según el mito, 2023 era el año clave.
El reloj corría desde 1923, y al cumplirse los 100 años, como en un cuento de hadas invertido, México despertaría de su hechizo tecnológico. Por fin se acabaría el maleficio de Bucareli, y el país podría lanzarse al desarrollo sin cadenas ni restricciones.
Pero llegó el 2023…
Y no pasó absolutamente nada.
- No hubo liberación de archivos.
- No se abrió ningún tratado secreto.
- Ninguna potencia reconoció la existencia del acuerdo.
- El gobierno mexicano no celebró ninguna “liberación tecnológica” ni anunció que ahora sí podíamos fabricar lo que quisiéramos.
Y, sin embargo, en redes sociales, algunos influencers, tiktokeros e incluso ciertos comentaristas políticos insistieron en que “ya se nos acabó el castigo”, como si el país hubiera vivido en pausa por decreto de Obregón.
Se atribuyeron obras como el Tren Maya, la Refinería de Dos Bocas, la creación de la Agencia Espacial Mexicana o la digitalización bancaria del Bienestar a la supuesta expiración del tratado. Como si todas esas decisiones fueran imposibles antes del 2023, y ahora —libres del yugo invisible— finalmente estuviéramos “despegando”.
La ironía es que nunca hizo falta la expiración de ningún tratado para hacer todo eso. México ha podido, ha tenido con qué, y ha decidido no hacerlo. No por culpa de Washington, sino por voluntad interna.
Así que no, el tratado no expiró.
Porque nunca existió.
Lo que sí venció en 2023 fue otra cosa:
nuestra paciencia con las excusas.
Conclusión: el mito que ocultó al verdadero culpable
- Los llamados “Tratados de Bucareli” no existen.
- No hay documentos, no hay firmas, no hay archivos.
- No hay tratado.
Lo que sí existe es una narrativa conveniente, repetida durante generaciones, que sirvió para no ver al verdadero responsable del estancamiento tecnológico de México: nosotros mismos.
El mito fue útil. Sirvió para trasladar la culpa hacia afuera, para inventar una imposición extranjera que explicara nuestra incapacidad. Sirvió para exonerar a los gobiernos corruptos, a los empresarios sin visión, a los académicos domesticados, a las élites vendepatrias. Sirvió para justificar cada excusa, cada recorte, cada privatización disfrazada de modernización.
Fue más cómodo creer que nos prohibieron desarrollarnos, que aceptar que decidimos dejar de hacerlo.
Y aún más cómodo fue repetir que “ya se acabó el tratado”, como si ahora sí pudiéramos lograr todo lo que nunca quisimos intentar. Como si el subdesarrollo fuera una condena impuesta y no una decisión voluntaria que se tomó año con año en cada presupuesto, en cada gabinete, en cada universidad sin fondos, en cada científico que se fue.
La verdad es más difícil, pero más útil:
“México no está donde está por culpa de Bucareli. Está donde está porque renunció a ser otra cosa”.
Y mientras sigamos creyendo en cuentos —aunque nos den identidad o consuelo— seguiremos exactamente igual.
Sin tratados… pero también sin rumbo.
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Y recuerda… «No asumas NADA, cuestiona TODO».
Redacción Anwo.life
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