La trama conceptual e ideológica sobre el Estado —difusa, cambiante y diversa, pero casi siempre totalitaria— existe desde hace mucho tiempo, y se ejerce en los hechos desde la aparición de las primeras ciudades en los albores de la civilización. Sin embargo, no fue sino hasta el Siglo de las Luces (La Ilustración, Siglo XVIII) cuando se formalizó y se integró explícitamente a la estructuración del poder. En 1762, Jean-Jacques Rousseau publicó el Du contrat social ou Principes du droit politique (Contrato social o principios del derecho político) y este conjunto de cuatro libros es un hito en la definición del “contrato social” como elemento fundamental de las ideas sobre el Estado moderno.
En virtud del “contrato social” que tú nunca firmaste, una mayoría auto legitimada por sus representantes te obliga a obedecer. En virtud de ese “contrato”, todas las adendas que puedan definirse serán también de obligatoria observancia, aunque te perjudiquen. La llamada “voluntad general”, que es relativamente sencilla de establecer en pequeños grupos humanos, se hace sumamente compleja e incierta cuando se escala hacia una mayor población. No importa lo disfuncional, absurda y contraproducente que resulte esa voluntad general, tú estás obligado a ella.
Aunque el modelo estatal-centrista tiene como uno de sus pilares el concepto de “contrato social”, Rousseau defiende una visión de sistema ideal dependiendo de la demografía: democracia para los estados pequeños, aristocracia para los medianos y monarquía para los grandes. También discrimina definiendo el carácter de los pueblos por el clima y la geografía, proponiendo formas de gobierno diferenciadas: despotismo para los cálidos, barbarie para los fríos y civilización para los intermedios.
En cualquier caso, como tú debes obedecer ese contrato social que nunca firmaste, tus derechos naturales (vida, libertad y propiedad) deben ser entregados al Estado a partir del concepto de voluntad general y el bien común. La cooperación voluntaria y el principio de coexistencia pacífica, elementos fundamentales civilizatorios, pasan a segundo plano en la medida en que se subordinan a los mandatos estatales y la aniquilación de la voluntad individual, familiar o comunitaria, frente a la voluntad general. La voluntad del Estado, por supuesto, en representación de la mayoría.
No debe sorprender que, en nombre de esa voluntad estatal, la Revolución Francesa (1789-1801) haya perpetrado tanta violencia y sufrido una etapa tal como la del “terror”, durante la cual se masacró principalmente a campesinos, pequeños propietarios y urbícolas pobres, además de nobles y burgueses (Bastos 2014, De Mahieu 2014). En solo 325 días se perpetraron doce veces la cantidad de ejecuciones que las inquisiciones europeas sentenciaron durante 400 años y mil doscientas veces las ejecuciones de las inquisiciones americanas en 250 años de vigencia (Escandell 1952, Ayllón 1997; ambos estudios referidos por el Museo de la Inquisición en Lima). Las cifras difieren según la fuente, pero se estima entre 35,000 y 40,000 las ejecuciones entre las primaveras de 1793 y 1794, ordenadas por el autodenominado “Comité de Salvación Pública” de Robespierre.
Sin contar la represión militar contra milicias “contrarrevolucionarias” o simplemente el pueblo levantisco contra la nueva tiranía, que solo en la masacre de La-Vendée exterminó a más de 100,000 personas (Burke 1986, Gaxotte 1989; ambos citados por Alfaro Drake 2009). Comparando las cifras por unidad de tiempo, el “Terror” revolucionario durante 11 meses fue 2,500 veces más mortífero que las Inquisiciones europeas (todas juntas) y 320,000 veces más mortífero que la Inquisición americana. Sin lugar a dudas, fue el primer genocidio perpetrado contra la población civil en la Edad Moderna. Algunas de las medidas del Comité de Salvación Pública no difieren a las de posteriores experimentos totalitarios socialistas que aún en el siglo XXI podemos observar: controles de precios, proscripción de la religión, cierre de universidades, criminalización de la oposición política, abolición de la libertad de prensa, persecución de especuladores por ser “culpables” de la inflación, etc. (Cruellas 2011, Bastos 2014, Paredes 2015).
Los sistemas tributarios de los Estados modernos son una expresión genuina de la aplicación de ese “contrato social” que tú nunca firmaste, pero que debes acatar bajo amenaza de sufrir toda la violencia que el Estado es capaz de aplicar contra los “disidentes”. Peor aún, cuando estos impuestos no implican contraprestaciones válidas, efectivas y deseadas, convierten al Estado en una suerte de aparato político-militar que actúa como un ejército de ocupación cobrando cupos de guerra a ciudadanos sometidos. Es curioso. En discusiones sobre la inmoralidad o legitimidad de los impuestos, se establece como un dogma estatal que estos son incuestionables. Quienes defienden el estatismo se preocupan de reflexionar sobre la mejor manera de cobrar estos impuestos, pero (casi) nunca se preocupan de las contraprestaciones o de analizar la legitimidad moral de estos impuestos. Se les asume como dados.
Por eso, en la mayoría de los países latinoamericanos, se cuenta con tecnología de punta y todos los recursos para un complejo sistema tributario, pero al mismo tiempo más del 75% de las instituciones encargadas de la seguridad pública y el combate a la delincuencia languidecen con un soporte precario: sin Internet, sin líneas telefónicas, sin combustible para sus unidades de transporte, sin municiones para sus armas, etc. Nuestros hospitales apenas cuentan con un 10% de medicamentos y accesorios necesarios para atención elemental de sus pacientes. Los bomberos deben apelar a la caridad privada para subsistir. Más del 50% de nuestras escuelas estatales desarrollan actividades en ambientes físicos deplorables y precarios.
Estas y otras barbaridades son posibles porque tú tienes que obedecer todo lo que se desprende de un contrato social que nunca firmaste. Al menos esto, irónica y paradójicamente, se enfrenta a la figura inversa: hay quienes alegan no tener obligación ni responsabilidad alguna pese a que firmaron contratos y documentos oficiales. Sin embargo, debes obedecer, acatar y sufrir las consecuencias de un “contrato social” que tú nunca firmaste, pero otros no sufren consecuencia alguna por contratos o documentos oficiales que sí firmaron.
*Artículo elaborado por Darío Enríquez.
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Redacción Anwo.life