Una cosa es predicar, y otra dar trigo. El refrán vale por un libro de Public Choice, y desmiente por sí solo miles de páginas de los más reputados libros de filosofía política. La predicación está a la orden del día, pero la cosecha y su distribución es harina de otro costal.
Hay varios motivos para ello. El principal es que los votantes queremos todo a cambio de nada, y es eso precisamente lo que votamos. Otro de los motivos es que tenemos, por lo general, una idea muy desenfocada de cómo funciona el mundo. No es que estemos distraídos, es que lo creemos a pies juntillas.
Como nos formamos ideas equivocadas de cómo son las cosas, nos encontramos muchas veces en la posición del miembro de la tribu, que cree que un baile del chamán traerá la lluvia. Un claro ejemplo es lo que se planteó la sociedad sueca al respecto del papel de las mujeres en el mercado de trabajo.
Las mujeres, se dijo como quien expone la teoría de la relatividad general, no ocupan los mismos puestos que los hombres no por falta de capacidad sino por el feroz y sañudo machismo de las sociedades occidentales. Esos prejuicios sociales imponen barreras a las mujeres. Ellas mismas no las ven, o quizás sí, pero en cualquier caso el gobierno va a acabar con ellas.
Y eso hizo. El gobierno sueco arbitró un conjunto de medidas, entre regulaciones y apuntes en el Presupuesto, para favorecer que las mujeres elijan lo que verdaderamente quieren, para que ninguna barrera se interponga entre su voluntad y sus objetivos. Y así fue. Pero el resultado fue muy distinto del esperado: las mujeres eligieron en mayor medida tener trabajos a tiempo parcial, o renunciaron con mayor determinación a hacer los sacrificios que les hubieran llevado a ser directivas, o se centraron en carreras que les permitían cumplir otros objetivos personales, entre los que no estaban formar parte de una estadística de carreras STEM.
Se definió que hombres y mujeres elegimos la carrera, en grandes números, con criterios distintos como un problema. Y se dijo que una fuerza transparente pero efectiva impedía a las mujeres cumplir sus objetivos. Y cuando se pusieron todos los medios de una sociedad rica a disposición de ellas, lo que eligieron no respondió a las premisas de los políticos.
A ese fenómeno se le ha llamado la paradoja de la igualdad. Pero parece que no es la única. Tyler Cowlen ha llamado la atención desde su blog Marginal Revolution sobre un reciente artículo recogido por NBER. Los autores del artículo son Ángel Cuevas, Rubén Cuevas e Ignacio Ortuño-Ortín, de la Universidad Carlos III, y Klaus Desmet, de la Southern Methodist University.
El artículo se titula The gender gap in differences (https://www.nber.org/system/files/working_papers/w29451/w29451.pdf): Evidence from 45,397 Facebook Interest. Como promete el título, el objetivo es apreciar qué diferencias hay en las preferencias de hombres y mujeres en cuanto a sus intereses, y el modo de acercarse a ello es observando la distribución de hombres y mujeres en grupos de Facebook que responden a esos intereses. Los autores han recabado la información de más de 45,000 intereses de Facebook, muestra más que significativa.
El problema que se plantean los autores es si los intereses divergentes, o coincidentes, de hombres y mujeres están condicionados por cuestiones genéticas, como predice la psicología evolutiva, o si el condicionamiento es cultural y depende de la capacidad prescriptiva de los estereotipos sobre lo que debe gustarle a un hombre o a una mujer.
Los autores valoran dos aspectos en el uso de la base de datos de Facebook para este estudio, más allá del hecho de que esté presente en casi todos los países y que tenga casi 3,000 millones de usuarios. Por un lado, valoran que la plataforma recaba multitud de diferentes intereses, que abarcan todos los aspectos de la vida: culinarios, culturales, deportivos, económicos, políticos… Y, por otro, que no están basados en una encuesta, sino que son el fruto de una preferencia revelada por el actuar de cada usuario.
Los autores no dejan de presumir del poder descriptivo que tiene su herramienta de análisis. En primer lugar, su muestra cubre prácticamente todos los países. En segundo lugar, mientras que otros estudios se han basado en unos pocos intereses preseleccionados por los investigadores, este artículo parte de las preferencias reveladas en torno a decenas de miles de intereses. En tercer lugar, aunque hay estudios que se preguntan por los efectos de la igualdad de género en sus preferencias, no se plantean que la causalidad pueda ser inversa.
De hecho, es lo más destacado del estudio. Los autores, después de recabar información sobre las preferencias de hombres y mujeres, divergentes unas y coincidentes otras, comparan los resultados de cada país con un indicador de igualdad entre sexos, que es el Índice de Diferencia Sexual (Gender Gap Index) elaborado por el World Economic Forum, para el año 2018. El índice controla variables como la participación en el proceso político, la educación, las oportunidades económicas y demás.
Los autores suman otras dos variables de control. Una de ellas es el desarrollo económico, sobre la premisa de que cuanto más medios tenga una sociedad, más fácil les resultará a los ciudadanos elegir sus preferencias. Y la otra, una medida de la diversidad en términos generales.
Sus resultados son concluyentes. Yo me voy a centrar en dos aspectos. En primer lugar, y en términos generales, la psicología evolutiva explica mucho mejor las diferencias entre los intereses de hombres y mujeres que los estereotipos. Es decir, las mujeres se interesan más en asuntos como “maternidad” o “cosmética”, mientras que “motocicleta” o “Lionel Messi” despiertan mucho más el interés de los hombres que de las mujeres.
El otro resultado es muy significativo; tanto, que podríamos hablar de una segunda paradoja de la igualdad. Y si la primera se produce en el terreno laboral, la segunda pertenece a los intereses personales.
Resulta que los países que tienen un mayor índice de igualdad entre hombres y mujeres, países en que las mujeres tienen una mayor participación en el desempeño económico, en la cultura, en la política y demás, las preferencias de los hombres son más masculinas y las de las mujeres más femeninas. Es decir, que en esos países en que las personas, independientemente de su sexo, tienen más medios para perseguir sus propios intereses, las diferencias entre los sexos no se hacen más pequeñas, sino que se agrandan. Es en las sociedades más tradicionales, y más pobres, donde el sueño de una sociedad igualitaria en los intereses de hombres y mujeres tiene un mayor reflejo. Por eso la igualdad es un atraso, y no un progreso.
*José Carlos Rodríguez – DISIDENTIA.COM
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El calentamiento global se transformó en el miedo universal del siglo XXI. No importa dónde vivas, qué idioma hables o a qué partido político sigas: la narrativa es la misma —“la Tierra está en peligro y tú eres el culpable”.
La estrategia psicológica
Este discurso no es nuevo: en la historia se ha usado el miedo al castigo divino, el miedo al comunismo, el miedo al terrorismo… Hoy, el miedo climático cumple la misma función. El ciudadano común se siente responsable de sequías, huracanes y derretimiento de glaciares, aunque en realidad su huella sea insignificante frente a la de corporaciones, ejércitos y grandes industrias. El truco consiste en internalizar la culpa: hacer que la gente piense que por usar popote o no reciclar está condenando al planeta entero.
Del miedo al consumo
Cuando el miedo ya está instalado, se ofrece la redención.
¿Sientes culpa por contaminar? Compra bolsas de tela.
¿Temes al plástico? Compra botellas “biodegradables”.
¿Quieres salvar al planeta? Paga más por un empaque eco-friendly.
Se crea así un mercado de la conciencia tranquila, donde los productos no se venden por lo que son, sino por el alivio moral que generan.
Impacto real vs. impacto comercial
El problema es que muchas de estas soluciones son más marketing que ecología:
Un popote de metal requiere tanta energía en su producción que necesita cientos de usos para compensar un popote de plástico.
Los plásticos “biodegradables” se degradan solo en plantas industriales, no en tiraderos comunes.
La ropa reciclada muchas veces es solo una mezcla mínima de fibras plásticas, pero se vende a precio premium.
En otras palabras: el planeta sigue ardiendo, pero el negocio crece. El miedo no se resuelve, se administra como un recurso renovable para mantener el consumo constante.
El caso del “popote”
En 2018, millones de personas alrededor del mundo se convencieron de que el popote de plástico era el gran enemigo del planeta. Campañas virales, fotos de tortugas con popotes en la nariz, videos desgarradores. El mensaje fue claro: si usas popote, destruyes la vida marina.
¿Resultado? Gobiernos prohibieron los popotes, restaurantes los retiraron y las marcas aprovecharon la ola para vender popotes metálicos, de bambú o de vidrio a precios mucho más altos.
El detalle: los popotes representan menos del 0.025% del plástico en los océanos. La mayor parte proviene de redes de pesca, transporte marítimo y basura industrial. Pero esos sectores no se tocan porque son negocios intocables.
En otras palabras, se trasladó la culpa al consumidor común y se creó un mercado millonario de popotes alternativos, mientras el problema real quedó intacto.
La moda “verde” corporativa
Algo similar ocurre con las grandes marcas de bebidas y comida rápida:
Las compañías de ropa producen “colecciones recicladas” que representan apenas un porcentaje mínimo de su producción total, pero sirven para construir imagen y subir precios.
Sacan botellas con 30% de plástico reciclado y las venden como revolución sustentable.
Lanzan ediciones limitadas “eco” que cuestan más, aunque la producción global siga siendo igual de contaminante.
El miedo climático funciona como un producto en sí mismo: se vende la idea de que el consumidor individual puede salvar al planeta con compras simbólicas, mientras los verdaderos responsables mantienen intactas sus prácticas.
Al final, lo que menos cambia es el planeta… lo que más crece son los márgenes de ganancia.
Los nuevos gigantes verdes
Si el miedo es el producto, los gigantes corporativos son los que monopolizan la venta de la salvación. En nombre del calentamiento global, las grandes empresas han encontrado la forma de presentarse como héroes del planeta, al tiempo que crean nuevos imperios económicos.
Autos eléctricos: la promesa de “cero emisiones”
El auto eléctrico es el símbolo máximo de la transición verde. Se vende como “cero emisiones”, pero detrás de esa imagen hay una realidad mucho menos limpia:
La extracción de litio, cobalto y níquel para baterías destruye ecosistemas completos y deja comunidades enteras sin agua.
La mayor parte de la electricidad que los recarga proviene todavía de carbón, gas o petróleo.
Las baterías usadas generan un nuevo problema de desechos tóxicos para el que aún no existe solución global.
Aun así, gobiernos de todo el mundo subsidian su compra, beneficiando principalmente a las grandes automotrices. No es salvar el planeta, es crear un nuevo mercado cautivo.
Créditos de carbono: contaminar pagando
Los llamados “créditos de carbono” son la genialidad del capitalismo verde: una empresa altamente contaminante puede seguir emitiendo CO₂ siempre que pague por proyectos compensatorios, como plantar árboles o financiar energías renovables en otro país. El resultado:
Empresas siguen contaminando igual.
Los gobiernos presumen reducciones en papel.
Se abre un mercado especulativo de bonos y certificados que se comercian como acciones en Wall Street.
En otras palabras, se convirtió en un negocio global donde contaminar es legal si pagas lo suficiente.
Energías renovables: sol y viento… con dueño
La transición energética es otra bandera verde. Paneles solares y aerogeneradores se presentan como la panacea, pero:
Los megaproyectos solares y eólicos requieren miles de hectáreas, muchas veces en tierras comunales o ejidales, donde las comunidades terminan desplazadas.
Los beneficios económicos se concentran en grandes corporaciones extranjeras, no en los habitantes locales.
La fabricación de paneles solares y turbinas también depende de materiales que contaminan en su extracción.
Así, el “futuro limpio” tiene dueño y factura miles de millones, aunque la justicia ambiental sea mínima.
Los gigantes verdes no están resolviendo el problema, lo están reconfigurando en un mercado global. Cada solución se convierte en un producto, cada producto en un negocio, y cada negocio en una oportunidad de control. El planeta arde, pero los nuevos titanes verdes no buscan apagar el fuego: buscan vendernos el extinguidor.
Fondos, subsidios e impuestos “verdes”
La industria del calentamiento global no solo se sostiene con productos de consumo masivo, sino con un andamiaje financiero y político que asegura flujos de dinero constantes. Es el negocio institucionalizado: gobiernos que subsidian, bancos que invierten y ciudadanos que pagan.
Fondos verdes: trillones en juego
El cambio climático abrió una de las mayores oportunidades de inversión del siglo XXI: los bonos climáticos y los fondos de inversión verdes.
Según la Climate Bonds Initiative, el mercado de bonos verdes supera ya los 2.5 billones de dólares a nivel global.
Empresas y gobiernos los emiten para financiar proyectos supuestamente sustentables, pero muchas veces los fondos acaban en megaproyectos polémicos (presas, parques eólicos, minería “verde”).
Al final, Wall Street y los bancos internacionales encuentran en el “planeta en peligro” un motor financiero estable y de largo plazo.
Subsidios estatales: el dinero público al rescate
Los gobiernos destinan miles de millones en subsidios y estímulos fiscales para las llamadas “tecnologías limpias”:
Compra de autos eléctricos.
Instalación de paneles solares.
Incentivos fiscales a corporaciones energéticas.
El problema: gran parte de estos beneficios no llegan al ciudadano común, sino a empresas que ya son gigantescas. Tesla, por ejemplo, construyó su imperio inicial gracias a subsidios estatales en EE. UU. y China. Lo que parece política ambiental es en realidad transferencia de riqueza pública hacia corporaciones privadas.
Impuestos verdes: la carga al consumidor
Bajo el argumento de “cuidar el planeta”, se han creado nuevas figuras fiscales:
Impuestos al carbono en combustibles y transporte.
Cobros extra por empaques no reciclables.
Tarifas ambientales en turismo y aviación.
En la práctica, estas medidas no modifican las prácticas de los grandes contaminadores, pero sí encarecen la vida cotidiana del ciudadano. El consumidor paga más por productos “eco” mientras las corporaciones continúan operando sin cambios estructurales.
Los fondos, subsidios e impuestos “verdes” son la columna vertebral de la industria del calentamiento global. Se presenta como política ambiental, pero es en realidad un sistema financiero paralelo que canaliza dinero público y privado hacia quienes han sabido monetizar el miedo climático. El planeta sigue esperando resultados; los balances contables, en cambio, no paran de crecer.
Lo que queda fuera del discurso
En cada cumbre internacional, en cada campaña oficial y en cada reportaje sobre el calentamiento global, hay grandes ausentes. Son sectores tan poderosos que se mantienen fuera del radar mediático y político, aunque sean responsables de una parte sustancial de las emisiones globales.
El transporte marítimo y aéreo: la excepción invisible
El transporte marítimo internacional mueve más del 80% del comercio mundial y es responsable de cerca del 3% de las emisiones globales de CO₂, lo mismo que un país entero como Alemania.
La aviación comercial, con millones de vuelos al año, representa casi otro 2.5% de las emisiones globales.
Sin embargo, en los acuerdos climáticos internacionales, estos sectores aparecen apenas con compromisos voluntarios, sin regulaciones estrictas ni impuestos proporcionales.
El mensaje es claro: puedes multar al ciudadano por usar bolsas de plástico, pero no tocas al buque carguero que trae 10 mil contenedores de China.
La industria militar: el intocable mayor contaminado
El ejército de EE. UU. es considerado el mayor consumidor institucional de petróleo en el mundo. Su gasto energético supera al de países enteros.
Aviones de combate, tanques, portaaviones y bases militares generan una huella de carbono monumental.
Aun así, la industria militar queda fuera de las negociaciones climáticas internacionales: no aparece en los compromisos de reducción de emisiones ni en los informes globales.
En otras palabras: se puede culpar al ciudadano por usar un auto viejo, pero los ejércitos pueden seguir contaminando sin que nadie los cuestione.
Las corporaciones que se “pintan de verde
Grandes compañías de petróleo, gas y minería lanzan campañas millonarias para mostrar su compromiso ambiental. Pero:
Siguen expandiendo proyectos de extracción.
Financian investigaciones y ONGs que suavizan su imagen.
Pagan bonos de carbono para legitimarse como “net zero” sin modificar su modelo de negocios.
Es un lavado verde de imagen: contaminan a gran escala mientras trasladan la culpa y el costo al consumidor común.
El discurso climático oficial está diseñado para señalar lo que conviene y silenciar lo que amenaza al negocio. Los sectores más poderosos —transporte global, industria militar y megacorporaciones— permanecen intocables.
La narrativa del calentamiento global no es solo ciencia: es también un guion político y económico donde los verdaderos responsables nunca aparecen en escena.
Salvar al planeta o salvar bolsillos
El calentamiento global existe y es un fenómeno real, pero su gestión se ha convertido en un negocio multimillonario disfrazado de salvación ambiental. La confusión intencional entre cambio climático (natural) y calentamiento global (atribuido al humano) ha permitido construir un guion político y económico que funciona con tres pasos muy claros:
Instalar el miedo: el mundo se va a acabar.
Culpabilizar al ciudadano: tu consumo, tus bolsas, tus popotes.
Ofrecer la redención: compra productos verdes, paga impuestos, acepta subsidios que terminan en manos corporativas.
El resultado es un sistema perfecto de transferencia de riqueza:
Gobiernos que recaudan nuevos impuestos ambientales.
Corporaciones que facturan con el sello “eco”.
Bancos que especulan con bonos climáticos.
Y ciudadanos que pagan más caro por todo mientras el planeta sigue en crisis.
La gran ironía es que lo único verdaderamente sustentable es el negocio mismo, no el futuro de la Tierra. El discurso ambiental se convierte en un escaparate de marketing donde lo verde no significa limpio, sino rentable.
“Calentamiento global S.A.” no es solo un juego de palabras: es la realidad. Una industria que lucra con el miedo, que convierte la culpa en dinero y que asegura que, aunque el planeta siga ardiendo, sus bolsillos nunca dejen de crecer.
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En los últimos meses han comenzado a circular rumores inquietantes: ejercicios militares atípicos, discursos nuevos desde la Sedena, análisis de inteligencia informal y voces desde dentro del propio ejército que advierten que México podría estar anticipando una posible intervención extranjera.
¿Se trata solo de paranoia alimentada por redes sociales? ¿O realmente hay señales que apuntan a un giro defensivo en la doctrina militar del país?
Esta es la pregunta que hoy nos toca plantear. Porque, aunque no haya tanques en las calles ni declaraciones oficiales de guerra, algo está cambiando en el discurso, en la forma y en el fondo del aparato militar mexicano.
1. Señales que encienden las alertas
Cambios en ejercicios militares
De acuerdo con observadores y veteranos, algunas unidades del Ejército Mexicano han comenzado a realizar maniobras con lógica de defensa territorial, no solo combate urbano contra el crimen organizado. Estas prácticas incluyen:
Simulación de control de rutas estratégicas y zonas fronterizas.
Respuesta rápida a inserciones externas.
Uso de armamento pesado y artillería de campaña fuera del contexto de desastres naturales.
Aunque no hay comunicados oficiales que lo confirmen, se trata de un patrón que rompe con la rutina tradicional de los planes DN-II y DN-III, enfocados en seguridad interior y atención a desastres.
Un nuevo discurso desde la Sedena
La narrativa institucional también ha cambiado sutilmente. Donde antes se hablaba de “apoyo a la población” y “seguridad pública”, ahora se comienza a escuchar:
“Defensa de la soberanía”,
“Protección de fronteras” y
“Preparación ante amenazas externas”.
Estas frases no son casuales. Denotan un desplazamiento simbólico hacia una visión más geopolítica del rol de las Fuerzas Armadas.
Rumores dentro del Ejército
Algunos analistas que mantienen contacto con personal activo reportan comentarios discretos entre mandos medios y altos, quienes:
Aseguran estar recibiendo instrucciones más orientadas a escenarios de conflicto externo.
Advierten sobre ejercicios que incluyen la simulación de ingreso de tropas extranjeras.
Mencionan una creciente presión política para mantener “el control territorial total”.
Si bien se trata de información no confirmada, el hecho de que estos rumores circulen dentro del Ejército es ya un dato relevante.
Lo que dicen los medios alternativos
Programas como Tras las Líneas y figuras como GAFE423 han planteado con seriedad una hipótesis incómoda:
“El Ejército Mexicano se está preparando no para invadir, sino para repeler una invasión.”
En su análisis, vinculan esta postura con las declaraciones públicas de Donald Trump y legisladores republicanos que han sugerido intervenir militarmente en México para combatir a los cárteles, incluso sin autorización del gobierno mexicano.
Según estos analistas, la Sedena podría estar anticipando un escenario de intervención “quirúrgica” por parte de Estados Unidos, y estar calibrando sus capacidades para evitarlo o, al menos, dificultarlo.
2. La realidad y los límites del discurso
Doctrina legal del Ejército Mexicano
Por Constitución, las Fuerzas Armadas están diseñadas para actuar dentro del territorio nacional. El Plan DN-I —dedicado a la defensa ante agresiones externas— nunca ha sido activado en la historia reciente, y solo puede ponerse en marcha mediante declaración oficial del Senado.
No hay despliegues defensivos reales
A pesar de los rumores y el discurso, no hay evidencia visible de una movilización militar con objetivos defensivos:
No se han instalado cuarteles avanzados en la frontera.
No hay reportes de compras masivas de equipo defensivo ni despliegue aéreo estratégico.
Las acciones continúan concentradas en seguridad pública, migración y combate al crimen.
La postura del gobierno
La presidenta Claudia Sheinbaum ha sido clara:
“Nuestro territorio es inviolable. Nuestra soberanía es inviolable. Podemos cooperar, pero nunca aceptaremos tropas estadounidenses en nuestro suelo.”
Sedena, por su parte, mantiene el discurso de colaboración, pero también ha endurecido el tono en cuanto a soberanía y autonomía operativa.
¿Y si es solo una narrativa?
Existe también otra lectura: que todo esto no es preparación real para un conflicto armado, sino una narrativa estratégica con fines internos:
Justificar un mayor presupuesto militar.
Expandir la militarización del territorio bajo el pretexto de seguridad nacional.
Generar cohesión interna en el Ejército ante un escenario político volátil.
3. Entre la sospecha y la evidencia
El Ejército Mexicano no está movilizando tropas, ni hay señales claras de preparación para una guerra.
Pero sí es cierto que:
El discurso ha cambiado.
Los entrenamientos se están adaptando.
Circulan rumores internos sobre escenarios de conflicto externo.
¿Es paranoia o prevención? ¿Narrativa política o preparación táctica?
Por ahora, la evidencia apunta más a lo segundo. Pero cuando las Fuerzas Armadas cambian su lógica, vale la pena al menos hacerse la pregunta.
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En Italia, la pasta es un asunto serio y fundamental en la vida diaria. Por lo tanto, no es sorprendente que los precios disparados de los espaguetis, fettuccinis, bucatinis y otros favoritos hayan causado pánico en Italia. Una inminente crisis de la pasta ha asustado tanto a los italianos que el gobierno ha convocado reuniones especiales para abordar el aumento de precios. Incluso los consumidores italianos enojados han llamado a una «huelga de pasta» para protestar contra los precios en aumento.
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