Imaginemos, por ejemplo, un mundo en el que desde pequeñitos, en lugar de la idea de competitividad como actitud esencial para alcanzar el triunfo, se nos inculcara el concepto de cooperación desinteresada; un mundo en el que en lugar de la destrucción o la eliminación, el éxito se alcanzara a través de la construcción y la creación de elementos nuevos no existentes previamente; en el que la acumulación de unidades de un determinado elemento (puntos, medallas, galardones, dinero) no fuera valorado y no tuviera sentido; un mundo en el que no se diera valor a la consecución final y pragmática de un objetivo concreto, sino que todo el valor recayera, no solo en la belleza del camino que se recorre, sino en cómo se recorre ese camino.
Si te perdiste la primera parte de esta serie, te dejamos el link a continuación:
Y ahora imaginemos… ¿cómo sería un videojuego en un mundo en el que las personas tuvieran estos mecanismos mentales instalados en sus mentes?
Lo primero que podemos deducir del juego es que, al no estar basado en la competitividad con los demás, no existiría el concepto de ganador y perdedor. Así pues, es fácil deducir que el juego tampoco dispondría de una idea finalista de éxito o fracaso y, por lo tanto, probablemente, el juego nunca terminaría ni tendría limitaciones temporales.
Además, el juego no estaría basado en matar, destruir o eliminar elementos, sino que estaría basado en la creación constante de elementos nuevos y, por lo tanto, lo que se valoraría por encima de todo sería la forma en que esos elementos fueran creados, su belleza inherente y quizás su función instrumental.
Sabiendo todo esto, visualicemos cómo podría ser un videojuego en este mundo. Podríamos imaginar a muchos jugadores reunidos, construyendo en común estructuras espaciales, visuales y sonoras dinámicas, constantemente cambiantes a medida que cada jugador aportara un nuevo elemento expresivo al conjunto, lo que implicaría que todas las partidas serían radicalmente diferentes entre sí, pues cada aportación nueva cambiaría las condiciones que marcarían el desarrollo posterior del juego.
Esos juegos podrían consistir en la creación conjunta de edificios o ciudades fabulosas, en la composición de sinfonías surrealistas repletas de sonidos inimaginables y cambiantes, en la concepción de espacios tridimensionales fantásticos repletos de propiedades únicas o en la creación de estructuras danzantes dotadas de movimientos abstractos difíciles de concebir desde nuestro punto de vista; estas “partidas” probablemente no acabarían nunca y cada una sería una obra de arte abstracta en sí misma.
Ahora imaginemos a alguien criado desde pequeño con estos conceptos tan diferentes a los nuestros y démosle uno de nuestros videojuegos de “shooters”, en los que te dedicas a disparar a diestra y siniestra hasta que te matan.
¿No le parecerían muy aburridos nuestros juegos al jugador de ese otro mundo? Probablemente le chocaría que un juego tuviera un final; cuando le dijéramos que el éxito consiste en acumular puntos, probablemente lo consideraría algo absurdo y vacío de sentido y muy probablemente se aburriría recorriendo una y otra vez, escenarios no cambiantes creados por un desconocido en los que siempre repetir el mismo tipo de acciones destructivas.
A alguien cuya diversión consistiera en crear continuamente elementos nuevos y sorprendentes… ¿cómo le podríamos convencer de lo divertido que es romper y destruir elementos creados por un tercero? Su forma de pensar y de concebir la realidad, sería muy diferente de la nuestra. Al fin y al cabo, estaríamos ante un tipo de persona para la cual, una carrera atlética no tendría ningún sentido.
Cuando alguien le explicara que en una carrera “gana el que llega antes a un determinado lugar”, probablemente nos preguntaría… “¿y qué chiste tiene eso?”
En su mundo no finalista, las personas correrían solo para conseguir que cada paso dado representara un disfrute y fuera bello por sí mismo y el concepto de “carrera competitiva”, carecería de todo sentido y sería visto como algo vacío de contenido que no aporta nada. Nos diría… “¿para qué quieres llegar tan rápido a tal lugar, si lo divertido es recorrer el camino saltando y bailando sin preocuparse por el tiempo transcurrido?”
De la misma forma, cuando le contáramos que la satisfacción del fútbol consiste en ser el que mete más veces una pelota entre 3 palos durante 90 minutos, probablemente se quedaría perplejo y nos preguntaría… “¿qué gracia tiene meter una pelota entre 3 palos muchas veces?”. Probablemente, para él lo divertido sería hacer cosas con la pelota que no se le hubieran ocurrido nunca a nadie y hacerlas cada vez de forma diferente e innovadora.
Ahora realicemos el trayecto opuesto e imaginemos a un jugador de videojuegos de nuestro mundo, jugando a unos de esos videojuegos de creación abstracta de ese mundo imaginario, en los que no hay finalidad, triunfo, ni competición. Para alguien de nuestro mundo, un juego de este tipo sería algo insoportablemente aburrido y difícil de comprender. Nos diría… “¿cómo puedo divertirme con un juego que no puedo ganar, que no tiene ningún objetivo y que nunca termina?”.
Con todas estas elucubraciones, lo que queremos exponer es que existe una programación mental profunda inculcada por el Sistema que transforma nuestra visión de la realidad y que, por ejemplo, se expresa en aquello que nos divierte o entretiene; y los videojuegos son un claro exponente de ello.
Todos nuestros videojuegos, en el fondo, están basados en la acumulación, la competición, la destrucción y el finalismo. Estos mecanismos esenciales subyacen en un segundo plano, de la misma forma que subyacen en la forma en que se estructura el Sistema y, por ende, en la forma en que somos educados o programados por la sociedad desde que nacemos.
Así pues, poco importa que le quitemos a nuestro hijo el sangriento videojuego de “matar zombis” y en su lugar lo hagamos jugar al Angry Birds, alCandy Crush, al Parchís o al Ajedrez, porque los mecanismos de fondo de todos estos juegos son siempre los mismos, con diferentes formas de expresión.
Estas son las estructuras esenciales en las que no se fija nadie, cuando precisamente son las más importantes, porque representan el esqueleto del Sistema en sí. Hasta ahora hemos hablado de videojuegos, pero podemos extrapolar el mismo análisis realizado a otros elementos de nuestra existencia relacionados con el Sistema.
Por ejemplo, cuando emprendemos alguna de esas revoluciones o transformaciones sociales que parecen cambiarlo todo, en realidad no estamos cambiando nada más que la apariencia externa del Sistema. Cuando alguien pretende terminar con la Monarquía para instaurar la República, sacar a los Conservadores para poner a los Progresistas o acabar con la Dictadura para instaurar la Democracia, en realidad solo está cambiando el “God of War” por el “AngryBirds”.
A primera vista, realmente parece un cambio radical y las personas con una visión más superficial creerán convencidas que están protagonizando una transformación histórica. Pero, en el fondo, el Sistema solo cambia de piel; solo cambian los uniformes, los logos, el color de la bandera o la nomenclatura aplicada a la organización del estado.
Cambiamos sangrientos enemigos por simpáticos cerditos, pero en realidad, los mismos mecanismos psíquicos que lo sustentan todo, permanecen intactos. Nadie dice que no debamos luchar a nivel social, enarbolar las banderas de los ideales o implicarnos activamente en conseguir transformaciones socio-económicas. Hacerlo es indispensable si queremos transformar la sociedad.
Pero todas esas revoluciones y cambios, por positivos y justos que ahora nos parezcan, no servirán de nada si cada uno de nosotros no nos sumergimos en lo más hondo de nuestra psique y arrancamos de ahí las profundas raíces del Sistema.
A la mayoría de gente le resulta incómodo y egoísta aceptar esta cruda realidad, pero es así de simple: “Las Revoluciones de masas NO existen, ni existirán”. La auténtica Revolución, siempre será a nivel unipersonal.
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Y recuerda… “No asumas NADA, cuestiona TODO”.
Redacción Anwo.life
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