Nueve meses después de que el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann muriera al final de una soga en Israel, apareció en The New Yorker un polémico pero reflexivo comentario sobre su juicio. La reacción del público sorprendió a su autora, la famosa teórica política y superviviente del Holocausto, Hannah Arendt (1906-1975). Era febrero de 1963.
La valoración que Arendt hizo de Eichmann como testigo presencial “terrible y aterradoramente normal” tomó al mundo por sorpresa. Su frase, “la banalidad del mal”, entró en el léxico de las ciencias sociales, probablemente para siempre. Se dio por sentado que Eichmann, a pesar de su comportamiento suave y avuncular, debía ser un monstruo de proporciones épicas para desempeñar un papel tan importante en uno de los mayores crímenes del siglo XX.
“Sólo cumplía órdenes”, afirmaba con la frialdad de un típico burócrata. El mundo pensó que su actuación era un espectáculo diabólicamente engañoso, pero Hannah Arendt llegó a la conclusión de que Eichmann era en realidad un funcionario más bien “ordinario” e “irreflexivo”.
¡Qué insensible! ¡Una traición a su propio pueblo judío! ¿Cómo puede una persona reflexiva desechar a Eichmann con tanta displicencia? Los críticos de Arendt la criticaron sin piedad con tales acusaciones, pero no habían entendido nada. Ella no condonó ni excusó la complicidad de Eichmann en el Holocausto. Ella misma fue testigo de primera mano de los horrores del nacionalsocialismo, ya que escapó de Alemania en 1933 tras una breve estancia en una cárcel de la Gestapo por “propaganda anti-estatal”. No afirmó que Eichmann fuese inocente, sólo que los crímenes de los que era culpable no requerían de un “monstruo” para cometerlos.
¿Cuántas veces ha observado que la gente se comporta de forma antisocial por la esperanza de mezclarse, por el deseo de evitar el aislamiento como individuo recalcitrante e inconformista? ¿Ha visto alguna vez a alguien haciendo daño porque “todos los demás lo hacían”? El hecho de que todos hayamos observado esas cosas, y que cualquiera de los culpables podría fácilmente, en las circunstancias adecuadas, haberse convertido en un Adolf Eichmann, es una constatación escalofriante.
Como explicaba Arendt, “Seguir la corriente del resto y querer decir ‘nosotros’ fue suficiente para hacer posible el mayor de todos los crímenes”.
Eichmann era un “superficial” y “despistado”, alguien cuyos pensamientos nunca se aventuraron más allá de cómo convertirse en una pieza de la gran e histórica maquinaria nazi. En cierto sentido, fue una herramienta del Mal más que el propio Mal.
Comentando la tesis de la “banalidad del mal” de Arendt, el filósofo Thomas White escribe: Eichmann nos recuerda al protagonista de la novela de Albert Camus El extranjero (1942), que mata a un hombre al azar y casualmente, pero que después no siente ningún remordimiento. No había una intención particular ni un motivo maligno evidente: el acto simplemente “ocurrió”.
Quizá Hannah Arendt subestimó a Eichmann. Después de todo, intentó ocultar pruebas y cubrir su rastro mucho antes de que los israelíes lo atraparan en Argentina en 1960, hechos que sugieren que sí comprendía la gravedad de sus delitos. Sin embargo, es innegable que la gente “corriente” es capaz de cometer crímenes horribles cuando está poseída por el poder o por el deseo de obtenerlo, especialmente si les ayuda a “encajar” dentro de la pandilla que ya ostenta el poder.
La gran lección de su tesis, creo, es ésta: Si el Mal te viene llamando, no esperes que sea tan estúpido como para anunciarse como tal. Es mucho más probable que se parezca a tu tío favorito o a tu dulce abuela. Puede que se escude en tópicos grandilocuentes como “igualdad”, “justicia social” y “bien común”. Incluso podría ser un miembro destacado del Parlamento o del Congreso.
Maximilien Robespierre y Louis Antoine de Saint-Just, como sugerí en un ensayo reciente, eran guisantes en la misma vaina que Eichmann: personas ordinarias que cometieron actos extraordinariamente atroces.
Hannah Arendt es reconocida como una de las principales pensadoras políticas del siglo XX. Fue muy prolífica y sus libros se siguen vendiendo bien, casi medio siglo después de su muerte. Además, sigue siendo eminentemente citable, ya que es autora de frases tan concisas como “Las cuestiones políticas son demasiado serias para dejarlas en manos de los políticos”, “El revolucionario más radical se convertirá en conservador al día siguiente de la revolución” y “La triste verdad del asunto es que la mayor parte del mal lo hacen personas que nunca se decidieron a ser o hacer ni el mal ni el bien”.
Algunos de los amigos de Arendt en la izquierda se tragaron el mito de que Hitler y Stalin ocupaban extremos opuestos del espectro político. Ella lo sabía mejor. Ambos eran malvados colectivistas y enemigos del individuo. “Hitler nunca tuvo la intención de defender a Occidente contra el bolchevismo”, escribió en su libro de 1951 Los orígenes del totalitarismo, “sino que siempre estuvo dispuesto a unirse a ‘los rojos’ para la destrucción de Occidente, incluso en medio de la lucha contra la Rusia soviética”.
Para apreciar mejor a Hannah Arendt, ofrezco aquí algunas muestras adicionales de sus escritos:
En el momento en que dejamos de tener una prensa libre, puede pasar cualquier cosa. Lo que hace posible que gobierne un totalitario o cualquier otra dictadura es que la gente no esté informada; ¿cómo puedes tener una opinión si no estás informado? Si todo el mundo te miente siempre, la consecuencia no es que te creas las mentiras, sino que ya nadie se cree nada. Esto se debe a que las mentiras, por su propia naturaleza, tienen que ser cambiadas, y un gobierno mentiroso tiene que reescribir constantemente su propia historia. En el extremo receptor no sólo se obtiene una mentira -una mentira que podría continuar durante el resto de sus días- sino que se obtiene un gran número de mentiras, dependiendo de cómo sople el viento político. Y un pueblo que ya no puede creer nada no puede decidirse. Está privado no sólo de su capacidad de actuar, sino también de su capacidad de pensar y juzgar. Y con un pueblo así se puede hacer lo que se quiera.
El sujeto ideal del régimen totalitario no es el nazi convencido ni el comunista convencido, sino personas para las que ya no existe la distinción entre realidad y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) ni la distinción entre verdadero y falso (es decir, las normas del pensamiento).
La esencia del gobierno totalitario, y quizás la naturaleza de toda burocracia, es convertir a los hombres en funcionarios y meros engranajes de la maquinaria administrativa, y así deshumanizarnos.
El problema con Eichmann era precisamente que muchos eran como él y que los muchos no eran ni pervertidos ni sádicos, que eran, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestras normas morales de juicio, esta normalidad era mucho más aterradora que todas las atrocidades juntas, ya que implicaba -como habían dicho en Nuremberg una y otra vez los acusados y sus abogados- que este nuevo tipo de criminal, que es en realidad hostis generis humani, comete sus crímenes en circunstancias que hacen casi imposible que sepa o sienta que está haciendo algo malo.
El totalitarismo comienza en el desprecio de lo que se tiene. El segundo paso es la noción: “Las cosas deben cambiar, no importa cómo. Cualquier cosa es mejor que lo que tenemos”. Los gobernantes totalitarios organizan este tipo de sentimiento de masas, y al organizarlo lo articulan, y al articularlo hacen que la gente lo ame de alguna manera. Antes se les decía, no matarás; y no mataban. Ahora se les dice, matarás; y aunque piensan que es muy difícil matar, lo hacen porque ahora es parte del código de comportamiento.
El argumento de que no podemos juzgar si no estuvimos presentes e involucrados nosotros mismos parece convencer a todo el mundo, aunque parece obvio que, si fuera cierto, ni la administración de justicia ni la escritura de la historia jamás serían posibles.
*Lawrence W. Reed
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Y recuerda… “No asumas NADA, cuestiona TODO”.
Redacción Anwo.life
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