En una habitación de un blanco inmaculado, aséptico, un televisor suspendido de la pared emite imágenes de mujeres desnudas en actitud sugerente, adoptando posturas eróticas. Justo debajo, un revistero contiene publicaciones igualmente eróticas y sexuales. Y en el centro de la habitación, un hombre joven, de no más de treinta años, se masturba de manera mecánica: un mero trámite. En una de las manos, la que tiene libre, sostiene un pequeño recipiente de plástico, donde, una vez eyacule, habrá de recolectar el valioso semen. Luego, el banco de esperma, tras los debidos controles, lo congelará y lo enviará a sus clientas, que contrataron el servicio a través de Internet, mediante un eficiente servicio de mensajería.
En otro lugar, quizá cerca o quizá lejos de allí, una mujer recogerá el envío que contiene una jeringuilla y una bolsita con el esperma convenientemente conservado. Las instrucciones son simples: esperar a que el semen alcance la temperatura adecuada, extraerlo con la jeringa e inyectarlo en la vagina. Para facilitar la tarea, deberá tumbarse en la cama, con un cojín bajo las caderas y, en la más absoluta soledad, inyectarse el contenido confiando quedar embarazada y ser madre sin necesidad de pareja, marido o siquiera amante ocasional.
Entre el joven que se masturba como un mono a cambio de una compensación económica y la mujer que pagará para concebir con su semen no existe relación alguna. Jamás se han visto ni se verán o, al menos, no se reconocerán. Más aún, es muy probable que ambos formen parte de ese porcentaje, 40% y aumentando, de ciudadanos de Suecia que vivirán solos toda su vida. Y quizá también de ese porcentaje, el 25% morirá en absoluta soledad, sin que nadie los eche de menos. En algunos casos, tan sólo el hedor de sus cadáveres putrefactos alertará a sus vecinos, semanas o meses después. Pero no hay de qué preocuparse, eficientes funcionarios suecos efectuarán las pesquisas oportunas para averiguar quién es el difunto, si tiene algún familiar y, de existir, si puede ser localizado. De lo contrario, todas sus pertenencias pasarán al Erario Público y servirán para engrasar la eficiente e impasible maquinaria del Estado.
Un nuevo y temible Paradigma
Este es el paradigma de una sociedad cuyos individuos se independizaron unos de otros en lo material, para más tarde desvincularse también en lo emocional. La interdependencia y la complementariedad dejaron de ser valores positivos para percibirse como formas sutiles de esclavitud contra las que políticos y burócratas luchan denodadamente.
La ingeniería social, apoyada en este caso en el Estado de Bienestar llevado a sus últimas consecuencias, parece estar alumbrando una nueva especie humana, con personas que encuentran gratificante hablar con los árboles, comunicarse con la naturaleza en una especie de relación mística, pero se sienten turbadas si deben establecer algún tipo de relación emocional con sus iguales.
Nos encontramos en un mundo donde la calle no es un lugar de encuentro, de relación, de intercambio, sino un espacio impersonal de idas y venidas apresuradas, de personas que caminan, o conducen su vehículo, silenciosas yendo de casa al trabajo, al supermercado y de vuelta a casa. Con el tiempo, también el trabajo dejará de ser una actividad socializadora por obra y gracia de la revolución tecnológica, algo que implicará un alivio para los sujetos pues todos lo que no sea centrarse en uno mismo, y en sus íntimas aspiraciones, resultará estresante y bastante insoportable.
La Deshumanización
En este entorno no hay tiempo ni ganas de contemporizar con las vidas y experiencias de los demás; los otros no importan. Al fin y al cabo, se pagan elevados impuestos para que el Estado se haga cargo de todas las contingencias humanas. Relacionarse con otras personas forma parte del pasado, de una sociedad primitiva, cuyas tradiciones son estructuralmente opresivas. Una sociedad que era necesario cambiar. El simple hecho de atender a un extraño, hablar con él, es hoy para muchos un pequeño tormento. Pero imaginarse conviviendo con una persona a la que por fuerza se ha de tratar a fondo, resulta un sacrificio insufrible y, por tanto, moralmente inaceptable. Mucho mejor la soledad.
En una parte creciente de la población la conversación empieza a ser una rareza, un molesto trámite que se ha reducido a hacer preguntas sencillas y recibir respuestas cortas que frecuentemente no van más allá de monosílabos, de un sí o un no. Por su parte, la familia convencional ha ido desapareciendo en las últimas décadas. Aún existe, cierto. Pero año tras año va cediendo terreno en favor de la individualidad más absoluta o, en su defecto, de la familia monoparental, mayoritariamente constituida por una mujer y un hijo concebido con la ayuda de una jeringa. Una vez estas personas se acostumbran a vivir solas, ya no hay vuelta atrás. Con el tiempo, cualquier obligación de interactuar con un tercero se percibe como un conflicto, incluso como una agresión a la intimidad.
La Influencia sueca
Mucho se ha escrito sobre la Escuela de Frankfurt, su ascendiente en las élites norteamericanas de los años 60 y la omnipresencia de su criatura, que algunos insisten en llamar “marxismo cultural”. Pero este elemento tuvo una relevancia muy inferior a la que se atribuye en la evolución de la sociedad occidental. Por el contrario, se suele pasar por alto la enorme influencia que ejercieron las ideas y las políticas provenientes de Suecia, un modelo que fue idealizado durante muchas décadas y en el que numerosos políticos, expertos e ingenieros sociales se inspiraron y todavía se siguen inspirando. A pesar de ser un país pequeño, Suecia ha promovido con una intensidad insospechada la ingeniería social actual y la cultura de lo políticamente correcto.
El hecho relevante se produce en los años 20 del siglo XX, cuando el partido socialdemócrata sueco reniega de los postulados marxistas ortodoxos y propone una nueva ruta. El capitalismo debe ser erradicado, sí, pero de forma paulatina, sin violencia y utilizando una vía muy original. Los izquierdistas suecos renunciaron a expropiar los medios de producción porque resultaba mucho más eficiente que siguieran en manos privadas.
El control se acometería de manera sutil: condicionando los bienes que consumen los ciudadanos, planificando la demanda de productos para que los capitalistas se viesen abocados a producir el tipo de bienes que las autoridades considerasen oportuno. Pero, para lograrlo, era necesario alterar la conciencia de las personas, “modernizar” sus mentes, su forma de pensar, para que consumieran los productos «correctos», para que llevaran un tipo de vida sana y adecuada. El capitalismo no se controlaría por el lado de la oferta… sino por la demanda.
Para alcanzar la sociedad perfecta ya no era necesario estatalizar la producción sino poner en marcha un intenso proceso de ingeniería social que se infiltrase en todos los aspectos de la vida privada, convirtiendo a los ciudadanos en seres sin voluntad a merced del paternalismo de las autoridades y de los expertos. Entre estos últimos, brillarían con luz propia Alva y Gunnar Myrdal, una pareja de intelectuales cuyos escritos influyeron, a partir de los años 30, en gran parte de las políticas suecas; dos personas que hicieron de su propio matrimonio un experimento social.
Sin embargo, lo que determinará la enorme influencia del modelo sueco en el resto del mundo tendrá un cierto componente de casualidad. El catalizador fue Marquis Childs, un periodista norteamericano, quién viajó a Suecia en los años 30, conoció su modelo e, impresionado, escribió varios libros sobre la política y la sociedad del país nórdico. En uno de ellos, Sweden: The Middle Way (1936), Childs sostenía que los suecos habían encontrado la piedra filosofal: un novedoso sistema que combinaba lo mejor del capitalismo con lo mejor del socialismo. El libro alcanzó tal éxito y difusión en los Estados Unidos que acabó ejerciendo una enorme influencia sobre el presidente Franklin D. Roosevelt y su Administración. Y lo hizo justamente cuando Roosevelt buscaba un modelo en el que inspirar su New Deal.
Suecia y el amor como Independencia
Uno de los principios que inspiran el modelo sueco es la concepción del verdadero amor. Para que éste surja, no puede existir ningún tipo de dependencia entre las personas. Nada debe atarlas. En su libro, ¿Son los suecos humanos? (2006) (Är svensken människa?) Lars Trägårdh y Henrik Berggren describen la sociedad sueca como extremadamente individualista. Sostienen que, en la mayor parte de las sociedades, las relaciones humanas se basan en la mutua dependencia o las obligaciones. Sin embargo, el sistema de bienestar sueco, orientado al individuo, ha logrado independizar a cada persona de las demás, proporcionando la verdadera libertad. Esto implica la ruptura de los lazos familiares, algo que para Trägårdh y Berggren no es un grave problema porque, a su juicio, la familia no es una institución democrática sino jerárquica. Y por tanto debe evolucionar.
Así es la nueva sociedad hacia la que algunos quieren conducirnos. Una sociedad en la que el Estado de bienestar «liberaría» a mujeres y niños del yugo de unas relaciones que, de otro modo, no serían del todo voluntarias. Lo que quizá pasan por alto es que tal liberación resulta bastante discutible cuando los ciudadanos, lejos de liberarse, acaban dependiendo intensamente del Estado. Y, entre ser dependiente de padres, esposos, esposas, hijos, familiares o serlo de los funcionarios del Estado de bienestar, quizá sea preferible lo primero. Especialmente cuando lo segundo implica insoportables dosis de aislamiento y soledad.
*Artículo publicado en disidentia.com por Javier Benegas.
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Redacción Anwo.life